La crisis nos ha pillado desprevenidos. No porque no hubiera indicios de su inminente llegada, ni porque nadie cayera en la cuenta de que el equilibrio hacía tiempo que estaba roto. Nos cogió desprevenidos al instalarse entre nosotros, creyendo que sólo sería un pequeño bache en el camino. Para muchos lo ha sido, un simple tropiezo que han esquivado sin más, desempolvándose un poco la ropa. Otros ni se han enterado, y seguirán sin enterarse. Los más, creímos que pasaría enseguida. Que podríamos regresar a nuestras apacibles vidas de clase media.
Nos sorprendió en cueros. Indolentes, a medio camino entre la generación que se deshizo de los últimos vestigios franquistas y la generación del “tanto tienes, tanto vales”. Educados en plena democracia, con derechos y costumbres que fueron revolucionarias y para nosotros son normales y corrientes. Somos una generación que cada vez acude menos a las urnas, por poner un ejemplo, demostrando que a esta generación le da igual el largo camino que representó conseguir ese derecho. Una generación que se ve absorbida en la soledad y el aislamiento del individualismo que nos inculcan. Yo, yo, yo. Mío, mío, mío.
Llegó después de una larga etapa de embobamiento. La cultura basura, la caída en una sociedad empozoñada, con mentes podridas por el desuso y el abandono, individuos flotantes cual amebas en ciudades gelatinosas. Muchas cosas se habían abandonado a la ley del mínimo esfuerzo. La adquisición de segundas residencias o de coches con préstamos fáciles que encontrábamos a la vuelta de la esquina, el acostumbrarse a un nivel de vida más alto al de las propias posibilidades. Esa pérfida Medusa, la tarjeta de crédito, el dinero ficticio, la especulación, las cuentas corrientes llenas de ceros en un mar digital sin valor real. Una realidad irreal.
Acorraló a nuestro Estado en mala época. Los políticos se han aficionado a la opereta y entre sus gritos no tienen tiempo para escuchar. Cualquiera les respeta, a este paso. Dónde dije digo, digo Diego. Izquierda, centro y derecha tan superpuestos que se mezclan los unos con los otros, y cuando parece que, ¡por fin!, pueden llegar a un término medio, hacen las maletas y abandonan las posturas que habían mantenido hasta la fecha. Cerrado por liquidación total.
Nos ha hecho caer del árbol. El Euro se paseaba ufano por el mundo, el rey del mambo. Miraba al Dólar con una sonrisita indolente. ¡Pero ay!, en cuanto el yankee se tambaleó, todas las economías cayeron como naipes. Los lobos de la macroeconomía soplaron, y soplaron, y la Bolsa derrumbaron. Así nos va. Dependiendo de unos númeritos que caen y crecen, siguiendo vete tú a saber qué lógica. Un bulo cualquiera y se hunden los bancos de todo un país.
Yo no quiero seguir así. En esta selva salvaje, que ha perdido el Norte. No quiero seguir en un sistema que depende de números verdes y rojos en una pantallita. En ciudades gigantescas, contaminadas y rebosantes de autómatas. Rodeada de monopolios que marcan la agenda diaria. Hundidos en esperanzas desaprovechadas. Quiero creer que sigue existiendo gente honrada, con ganas de luchar, con inquietudes, que no ha caído en el atontamiento que estos largos y apacibles años nos han causado. Larga, apacible y ficticia calma.