Di 33. El crío, de cabello oscuro y ojos pardos, ignoró por tercera vez consecutiva la orden. Siguió removiendo las manos en los bolsillos, deslizando los dedos entre las canicas ocultas, recreándose en el tintineo que las esferas de colores producían al entrechocar. ¿Habría 33? No, seguro que había muchas más, todas ganadas. Balanceaba una pierna y mantenía una expresión tranquila, sonriendo. Vamos hombre, abre la boca, di 33.
¿A quién se le había ocurrido eso del 33? Qué pesadez de adultos. Por una vez que estaba enfermo, con anginas, y en lugar de estar en casa jugando tenía que pasarse el rato en esa consulta sosa, con el médico calvo que empezaba a perder la paciencia. Casi le quedaba tan poca paciencia como dientes en su boca. La orden se repitió, ¡vamos neno, di 33!
Pensó en el colegio, de curas, con figuras religiosas aquí y allá. Con Jesucristos, por supuesto. 33, a él no le había ido muy bien ese número. O sí, porque había sido su momento triunfal, además de la cantidad de supuestos milagros. Fuera o no un Hijo de Dios, la campaña de publicidad todavía tenía magníficos efectos más de 2000 años después. Qué casualidad que fuera un número capicúa. Desde luego, la Biblia era una de las historias de ciencia ficción mejor ligadas de la literatura. Recordó también aquella escultura rota en clase, ¿un pelotazo? ¡Que digas 33!
33 centímetros también había sido una cifra importante, aunque un poco más rebuscada. 33 centímetros había medido su hermana pequeña poco antes de decidirse a salir, a asomar la cabeza a este mundo. Mira que él se había enfadado porque le arrancaran de aquel lugar tan confortable, tan recogido, que apenas podía encontrar comparación en este mundo. Pero se alegró de que su hermana no decidiera hacer lo mismo, se alegró de que ella llegara. Como se había alegrado antes con su la aparición del mediano, pero tenía preferencia por la niña cuyo nombre empezaba con la misma letra A que el suyo.
Le gustó imaginar un día de 33 horas, en las que apenas dormiría unas cuatro o cinco. O veintisiete en ocasiones especiales. Lo repartiría entre hacer millones de cosas y perder el tiempo soberanamente. Aunque también le gustaría hacer como el Principito y ver 33 ocasos, uno tras otro, solo moviendo la silla un poco para poner en marcha de nuevo tal espectáculo. 33 ventanas, cada una por cada cielo distinto, por cada emoción mirando a través de ellas, por cada luna. 33 en un campo de fútbol era una aberración, aunque seguramente cada jugada podía dar 33 posibilidades. 33 era el número atómico para Arsénico. 33 vértebras nos mantienen con vida, con dignidad.
Las canas aparecieron en grupos de 33, sin piedad y sin remedio. Tampoco importaba, eran sinónimo de algo ocurrido desde que empezaron a surgir, eran símbolos de otras vidas que le habían implicado. No, en las que se había volcado por completo. Así que ahora tenía ramilletes blancos entre archipiélagos negros, en clara desventaja. Lo que estaba claro es que no se quedaría calvo como el pesado médico y su letanía, di 33.
33 palabras eran muchas palabras, demasiadas palabras para algo que podía decirse con menos nombres, dando menos vueltas y rodeos, menos palabras para no extraviar lo esencial entre tanta expresión hueca sin sentido.
33 palabras eran muy pocas palabras, aunque fueran una única frase, para expresar lo más hondo y profundo, reclamaba reflexión, valor para no sepultar la sinceridad con florituras, para no ahogar la verdad.
Había abrazos de 33 segundos y abrazos de 33 minutos. Miradas de 33 horas. Sonrisas de 33 días. Conversaciones de 33 meses. Compasión de 33 años.
33 no llegaba ni por asomo a rozar la cifra de victorias, la cifra de triunfos. Tampoco la de momentos importantes, que quitaban el aliento. Que emocionaban. Los silencios y las palabras no cabían en 33. Era difícil resumir unos 12050 días en unas pocas líneas de texto. 33 no llegaba para explicar el dolor de otros instantes, de otras horas. De otros meses. 33 no daba para hablar de la gente importante, no porque la cifra fuera larga o corta, sino porque la gente que te importa no puede ser cuantificada ni explicada con números. 33 tampoco daba para recordar las caídas. Para rememorar los pensamientos. 33 no era suficiente para citar todas las canciones que importaban.
Posiblemente 99, otro capicúa, mucho más longevo, tampoco serviría para dar cuenta de todo. Para hacer todo lo que se deseaba, se aspiraba, se ansiaba. Tenía tiempo para tratar de averiguarlo. 33 era sólo un tramo del camino.