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Tengo 24 años. Nunca había sentido tan cerca, tan similar y tan posible la sombra del franquismo, acechando de nuevo este país. Sé que nunca había desaparecido del todo, que la Transición fue un enorme parche que solventó algunas cosas, enterró otras y a muchas más tan sólo las cubrió con una sábana. Como esos muebles viejos de las casas cerradas a cal y canto, que sin embargo al levantar las ropas blancas que los esconden, permanecen intactos.

Y aquí estamos, a 18 de julio de 2012, pensando en el 18 de julio de 1936. Sintiendo que, por otras vías, están retomando el trabajo a medias, la dictadura reconvertida en dictablanda. En una poda prolongada de derechos civiles, laborales, sociales e incluso humanos, sin miramientos, sin contemplaciones. Sin vergüenza, cabe decir. Cada vez con menos miramientos a intentar, por lo menos, fingir que sienten relativa preocupación hacia aquellos a los que están hundiendo a la miseria.

La sombra del franquismo y todo lo que representa, esta derecha rancia, exacerbada e implacable, la izquierda debilitada por contradicciones e hipocresías, y la otra izquierda apabullada por leyes electorales que cada vez les entierran más en vida para condenarnos a un bipartidismo eterno. Nunca había sentido tal sensación de temor palpable ante un maremoto en ciernes, del cual ya hemos sentido por millares las fuertes olas previas que han ido derrumbando los diques de nuestra democracia.

Tengo miedo y por eso quiero luchar. Para evitar que nos impidan el acceso a la sanidad, a un trabajo digno, a la educación, a la cultura, a la convivencia pacífica entre ciudadanos iguales, a una justicia neutral, a una política democrática… En suma, a todo aquello que nos convierte en soberanos de nuestro destino. Pequeños o grandes gestos, todos contarán: ciudadanos, es hora de luchar.