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fotografía tomada por Almudena Martín Castro

No entendía qué hacía allí, aunque como escenario para un sueño no estaba nada mal. Se sentó en la nieve, sin sentir frío ni calor ni siquiera su peso presionándola. Así que debía ser un sueño, estaba claro. Oteó con curiosidad el paisaje inmóvil, buscando osos polares, siempre había querido ver uno de cerca, un oso polar, imponente, de pie entre tanto blanco sólo sus ojos negros un retazo de tinta manchando la uniformidad. Quizás en otro momento no hubiera estado mal, ser un oso polar, músculo y grasa, velocidad y fuerza, sigilo y brutalidad.

Mejor no, decidió, tamborileando con los dedos sobre su rodilla. Mejor no, que el deshielo en los casquetes polares era evidente, palpable, y los osos polares las empezaban a pasar putas en verano para sobrevivir. Porque, coño, ¿dónde te vas a refugiar en verano, cuando el “calor” polar funda tus icebergs y las placas de hielo en las que hasta entonces has podido acogerte? Menuda gracia, ser un oso polar en pleno siglo XXI sin una triste balsa de hielo a la que subirte. Ahí ya no tiene que ser tan cojonudo desmembrar focas. Lo más probable es que las focas se rían de ti, viéndote morir ahogado.

Claro que las focas también necesitan placas de hielo. Y los pingüinos. La lista empezaba a ser demasiado larga, se aburría. Volvió a fijarse en el escenario. La vieja máquina de tren, como las que tenía en su niñez, juguetes de latón que chirriaban contra el suelo de piedra del jardín. Ésta era preciosa, a pesar de ser un esqueleto muerto, abandonado, repudiado. El progreso. Bien visto, el progreso era una porquería. Sí, mucho tira el papel, el plástico y el vidrio por separado pero luego pídele al Estado que penalice a las petroleras. Ya, ahí no son tan propensos a inundarte con anuncios coloridos y musiquita machacona para que dejes de usar el coche. No vaya a ser que se hundan gasolineras, puestos de peaje, constructoras… Volvió a mirar la máquina de tren, antaño cargada de carbón que el progreso había reemplazado por petróleo, dejando sin propósito esa locomotora, ahora ni remotamente tan oxidada como podría haber imaginado.

Hombre, uno piensa que si dejas un trasto así, en mitad de tanto hielo, acabará hecho trizas. Pero mira, ahí está, seguro que si pudiera ponerla en marcha, todavía recorrería quilómetros, imponente. En vez de eso, ahí estaba, abandonada. Tirada como un trasto viejo. Le recordó, de nuevo, su propia locomotora de juguete. Que también dejaba siempre tirada en cualquier sitio, olvidada; su madre gritando que a ver si de una vez aprendía a recoger sus cosas, qué desorden, qué poco respeto. Pues las madres de los que habían dejado esa locomotora abandonada en Svalbard no debían haberles pegado cuatro gritos, niño cómo se te ocurre dejar eso por en medio y si alguien va y lo pisa y se cae oh por dios qué he hecho yo para merecer esto me tenéis cansada cansada digo me oís cansada y aburrida yo me voy un día me voy con lo puesto y no me veis el pelo más y entonces ya veremos qué hacéis sin mí ya veremos ya yo me voy lo juro un día me voy.

Puestos a pensar, quizás el sueño era un poco más enrevesado de lo que creía, porque estaba dentro de una fotografía. Eso explicaría que no sintiera frío, ni contacto, ni nada. También explicaría que cuando intentaba rodear la locomotora, sólo viera un pedazo de papel blanco, todo recortes blancos, superpuestos, retrato fiel de aquello que la cámara no veía. A veces las madres también eran así, no se las veía enteras y no miraban entero. Era un argumento abstracto, pero acababan así, siendo una carátula sin contenido, con el título de madre impuesto y sin posibilidad de ser nada más. Ni mujer, ni profesional, ni siquiera persona. Sólo eso, madre. Para todo, veinticuatro horas al día.

De tanto ser sólo madres, lo más probable es que se les perdiera la capacidad de ver la hermosura de ese esqueleto de metal abandonado en mitad del blanco impoluto. Eso pasaba, a las personas se les planta un cartel y dejan de ser ellas mismas, sólo son padres, médicos, obreros, putas. O acababas siendo liberal, conservador, progresista. Para qué buscar ejemplos complicados, todo empezaba con la manía de poner etiquetas entre hombre y mujer. Esa manía tan humana de distinguirlo, procesarlo, dividirlo todo entre contrarios, entre opuestos, irreconciliables. Y así al final, sólo veías en las fotografías lo que la cámara ha eternizado, incapaz de ver todo aquello que el objetivo no llegó a captar. Así nos va, exclamó cruzándose de brazos.

Se encaramó al techo de la locomotora, 3D si la miraba por delante, peligroso 2D si se acercaba por detrás, dispuesto a pasar el resto del sueño buscando a los osos polares. Sí, lo del hielo que se fundía era una mierda y la locomotora era un trasto viejo, abandonado por inservible, pero seguía siendo un ser humano empedernidamente romántico. Puestos a soñar, intentaría despertar convertido en oso polar. Sin etiquetas. Sin complejos. Sólo músculo, grasa, fuerza, brutalidad, sigilo, inteligencia con dos ojos negros como tinta manchando el blanco.

The Coral Sea — In this moment’s time